Una parte nada despreciable de la opinión pública cubana reacciona de manera peculiar ante la documentación de casos que evidencian violaciones de los derechos humanos en Cuba.
No son pocos los que afirman que esas son situaciones aisladas, excepcionales, que se producen en respuesta a individuos díscolos y provocadores, en acciones imputables a la persona que sufre el acoso y el hostigamiento de las fuerzas del orden, a la vez que disminuyen, ignoran o incluso niegan el carácter sistémico de este fenómeno.
Los dichos de esos compatriotas, quienes castigan doblemente a las víctimas, no son más que otra consecuencia del sistema imperante en el país, pero el hecho de que sea una situación aparentemente inexplicable debido a su contradicción interna, actuando como una entidad autoinmune, contra sí mismos, no quiere decir que estemos frente a un resultado inesperado o extraordinario sino al contrario. Se observa con bastante frecuencia en el entramado social de los sistemas autocráticos, dictatoriales y totalitarios. La gente busca protección y seguridad aunque para ello usen de escudo o pieza de cambio a compañeros de trabajo o estudio, vecinos e incluso familiares o se expongan y debiliten a sí mismos a futuro.
En los archivos de la STASI, la policía secreta de la antigua República Democrática Alemana, entre los 300 km de informes delatorios que hacían llegar la ciudadanía, informantes y agentes a ese cuerpo de seguridad (hay que imaginar 300 km de una hoja tras otra), se han encontrado muchos casos de hermanos contra hermanos, padres contra hijos, esposos contra esposas, y vicerversa, y toda clase de combinaciones inexplicables, a veces por comprar pan en la bolsa negra, escuchar emisoras de radio extranjeras, proferir frases contra los líderes del partido o incluso a partir de inventos y mentiras que solo buscaban posicionar al delator frente a esos cuerpos de seguridad.
Las razones de tal proceder parecen simples pero son bien complejas y apuntan a la forma en que el Estado administra el disenso, las alianzas y, en suma, su control social. Así, buena parte de la ciudadanía se ubica en espacios que consideran seguros frente al poder. Si para ello tienen que recurrir a la delación, la negación, el autoengaño, los eufemismos o el silencio siempre será mas seguro que enfrentarse a una verdad, o varias, que pondría(n) en peligro su zona de confort.
Basta recordar la famosa frase de “algo habrán hecho” o “nuestros actos tienen consecuencias” (Becquer, Fernando) referido a los que sufren castigo a partir de su actitud ciudadana; frases que no califican tanto a la persona que se busca describir, o acorralar, como a quienes la usan.
Ese conductismo social (Watson, J.B./Mead, G.H.) es claramente observable en contextos de derechos civiles y derechos humanos limitados y nos permite entender la falsa pero utilitaria separación entre ellos y nosotros -empleada recientemente por los niñatos de La Tizza- en una sociedad de controles sociales rígidos, como respuesta no siempre consciente a las expectativas individuales y sociales de premios y castigos (Homans, G.C.). Y digo falsa separación porque los acríticos o negacionistas también actúan bajo el mismo orden y eventualmente serán víctimas bajo el mismo esquema. ¿Quién recuerda a Carlos Lage, Felipe Pérez Roque, Carlos Aldana y etcétera?
Tanto para los intereses del poder como de los ciudadanos que evitan ser señalados -o que sostienen o persiguen un premio-, aislar al que disiente se presenta como una estrategia redonda que siempre va más allá del caso en cuestión. Mientras el individuo se posiciona como aliado circunstancial del poder, el Estado disuade, divide y aisla a los críticos.
Aunque uno todavía se pregunta cómo un Estado puede dedicar tanto tiempo y tantos recursos a delaciones idiotas basadas en cuestiones de opinión, no es menos cierto que es ese uno de los principales baluartes en la defensa de esos sistemas represivos y de control total. Les funciona. Es un recurso muy eficiente que les ahorra niveles represivos superiores.
O sea, que el sistema no va solo contra Karla, Tania Bruguera, Luis Manuel Otero Alcántara o Luis Roble -quien lleva más de cuatro meses preso por exhibir pacíficamente un cartel en el Boulevard de la Habana-, sino contra todo aquel que exponga socialmente los límites del sistema; pero también, por extensión y de manera tanto o más importante, va mucho más lejos: el sistema apunta contra tí, por muy callado, acrítico y disciplinado que estés -o justo por eso- pues te conmina a no reclamar tus derechos, claramente subordinados al carácter totalitario del orden imperante so pena de sufrir ostracismo y las medidas concretas que se instrumentan contra los que se oponen de manera visible.
Es así que hoy hostigan y buscan penalizar a Carolina Barrero, entregándole citaciones judiciales no tanto por el supuesto crimen cometido, lo cual es irrelevante o secundario, sino para aislarla, desmovilizarla y por elevación infundar miedo en el resto de los ciudadanos que pretendan alzar su voz u organizarse en función de cualquier reclamo cívico.
El problema de todos nosotros frente a ese orden es uno solo simplificado: ese sistema viola derechos humanos básicos y no acepta disidencias ni miradas críticas, bajo el argumento que sea o incluso sin argumentos, y ese es el problema de fondo: un poder sin contrapesos, autocrático y discrecional, en el que no existe Estado de derecho y el ciudadano aparece desamparado ante los poderes represivos, que suelen ser muchos.
Son pocos los que conozco que no tengan críticas fundamentales hacia el orden sociopolítico existente en Cuba. Y cuando digo pocos quizás exagero. Pero lo que no acepta el PCC es que lo hagas público, lo sostengas en público y te organices en función de cambiar esa realidad, algo tan legítimo y básico como pensar por ti mismo.
Pero ya sabemos, para organizarse en función de cambiar esa realidad hay que cruzar varias líneas imaginarias pero muy bien definidas de todo lo anterior y superar el terror a ser observado, oído o atrapado por las fuerzas de seguridad y sus múltiples agentes, colaboradores o algo más complejo y paralizante, la creencia de que cualquiera podría estar al servicio de las fuerzas represivas.
En un contexto de sospecha tan extendidas es muy limitado el accionar de la ciudadanía pues cada paso se llena de dudas y temores no siempre infundados pero exagerados, a todas luces.
Entonces, ¿qué hacer?